2016/12/13

No es mi culpa que sea mi culpa

La sanción por el escándalo de VW con respecto a la emisión de gases y partículas en los motores diésel, descubierto en el parque automotor de los Estados Unidos recayó sobre el Estado (alemán).
La Unión Europea estaba enterada de ese proceder y advirtió al gran fabricante a través del departamento encargado en el organismo político para que fuera corregido, siendo descubierta la manipulación a través del software sin que se hubiera aplicado la solución antes de producirse la denuncia.

Es de la unión de naciones más renombrada, con mayor credibilidad e influencia global, la que juzga, señala, dicta, certifica y descertifica, decide, reparte, aconseja, patrocina, unge, condena, ejemplo a seguir en gobiernos y sistemas, de la que se habla. Y es a su hijo predilecto al que no le queda más remedio que castigar, pues es imposible negar u ocultar el mal cometido por tiempo prolongado.

Se afirma, más bien se insinúa con densa timidez, que otras marcas proceden en forma similar: ¿por qué se acusa solo a una marca y no a todas las que, no nos sigamos engañando y queriendo dejar engañar, alteran estos valores para conseguir clientes que persiguen, paradójicamente, consumir con limpieza y el menor daño?

No hacer el mal para no tener que disculparse. Escribir esta frase sin comillas me parece extraño, porque me habitué a oírla, siempre dándome el crédito, del buen Oliver Beyer (mejor conocido por este paisaje inventado –facebook–, como Aleph Eins), a quien le impactó tanto que aprovechaba toda ocasión pertinente para usarla.

Siendo un gesto como mínimo esperado tras un error, hay que haber vivido las consecuencias de uno o varios para los que escuchar una excusa (sincera, ojalá) no devuelve nada a un estado ni aceptablemente parecido al original, para saber lo fútil de las disculpas. Aceptarlas, así como el valor de ofrecerlas, es otra historia (para otro espacio).

Si no ayuda a limpiar, no ensucie.

Sigue habiendo sorprendidos tras la aparición de noticias como esta y muchas otras. Y los voceros siguen representando gestos esforzados de estupor para brindar al público la idea, ungüento para la ingenuidad, tan rentable, de no saber nada de antemano.

Corrupción, robo, tráfico de influencias, silencios protectores, guerras, carreras truncadas con calumnias, vicios, mucho se sabe y no se dice. Mejor que lo sepan pocos, favores menos.

Vuelvo al punto del castigado y con ello al rigor del castigo: no se pide (en esta instancia, por supuesto que hubo despidos, renuncias, multas, deterioro de imagen) al hijo (también favorito) de ese hijo predilecto que responda más, sino a sus mayores, al país que de él se nutre y, a cambio, le calla y admite su mala conducta.

Ahora, buscando traer lo descrito a la urgente aplicación de justicia al crimen más fresco de la frugal e incansable producción, a los de la semana pasada, a los excesivos del gobierno pasado, a los de décadas de violencia, siglos de crimen pregunto sin sarcasmos, ¿a qué Estado más tildado, tachado, vedado, censurado, excluido, desdeñado, sancionado se puede sentenciar y culpar?

Yo optaría por llamar al frente a toda su sociedad, compuesta por todas sus sociedades regionales, a esa "madre conservadora" que le recomienda sexo seguro a su descendencia adolescente pero no soporta escuchar de ella que lo practica. A la "mayoría" que lleva inculcado e inculca que todo-siempre-nunca-nada, la de los golpes de pecho y la bala "necesaria", la del por algo sería (también remozado por el infame "no estaría(n) recogiendo café"). A la que se dice mentiras, se las cree y obliga a creerlas. Esa misma que rabia clamando justicia y se ofrece a imponerla, excepto cuando es a ella misma o a uno de sus elegidos.

2016/12/12

Niñez arrebatada

No vamos a poder encontrar nunca más (si es que alguna vez existió) la medida justa entre lo conveniente de ver (por seguridad, experiencia y supervivencia), lo sano de ocultar y del plazo para seguir o dejar de hacerlo y los procesos justos para asimilar lo inevitablemente expuesto:
Venía pensando algo que vuelve a hacerse patente a partir del desarrollo de la triste noticia de la niña hace una semana y un texto del maestro (plástico y de vida) Dioscórides Pérez, sobre el "daño del ojo".

Como es usual en esta etapa del año en que la luz empieza a escasear y las temperaturas descienden, sobrevienen los que aquí se suelen llamar, en forma "respetuosa", resignada y práctica, "accidentes de tráfico". El enunciado reduce a la consecuencia y evitando la innecesaria descripción, clara para quien lo ha experimentado y sin revelar para quien no, el método de acabar con la vida lanzándose a las vías del metro o del tren. Hace unos días mi hijo de 9 años, que lleva poco tiempo saliendo solo volvió con la noticia, más confundido sobre la manera como habría de llegar ese día a su colegio, que por lo que alcanzó a entender juntando lo mucho o poco visto y las indicaciones de la policía que había ocurrido.

En la tarde, de regreso, el mayor tenía un muy discreto resumen de lo sucedido mientras que la menor ilustraba con ejemplos recopilados entre sus pequeños amigos varios cuadros posibles, todos rebozantes de descripción gráfica.

Es irresponsable crearle a los niños un mundo sin defectos, sin dolor, insosteniblemente bueno, sano, correcto y positivo. Hay en todo y en todos fuerzas, facetas, episodios y zonas "malas", oscuras, contraproducentes. Hay una parte de la labor consistente en garantizar entornos, caminos, personas, actividades seguras. Y esa misma debe hacer visible en su totalidad (o la máxima posible), que hay gente, lugares, horas  y decisiones peligrosas. Igualmente falta instrumentar para crear el juicio que muestra el riesgo que se esconde en donde no parece estar.

Es deber, en esta sociedad que presenta generosísima casos e historias, el más táctico, amoroso, maduro y armónico apoyo y acompañamiento hacia la pérdida de la inocencia. La que entrene la alerta sin matar la espontaneidad, que fortalezca la cautela sin sembrar la desconfianza, que advierta sobre la humanidad enferma sin destruir la fe en ella.
Tejer, en últimas, la red comunitaria que defienda, proteja e intervenga para mantener la integridad de cada uno y del conjunto.

2016/12/07

Un caracol llamado Yuliana

Turbo, una película infantil.

Una historia con ingrediente ficticio, un retrato social y el mensaje de superación y, no puede faltar, desenmascarar al mal disfrazado de bien y vencerlo.

Los caracoles son agricultores, su parcela es el jardín de una casa de familia promedio norteamericana. Uno de ellos es aficionado a las carreras de autos. Televisión, bebida enlatada, lo habitual. El contraste se acentúa aquí enfrentando la potencia de veloces autos dotados de poderosos motores con la emblemática, fija en el imaginario de todo espectador, lentitud del caracol. Mencionar rápidamente, para no perder el propósito real de este escrito, que se puede entender como una apología al doping. Y arriesgándose un poco más allá, la ilustración del efecto benéfico de un medio maléfico, si cae en las manos adecuadas (o mejor, en la concha adecuada, pues este protagonista carece de extremidades).

Hay un ritual que se repite durante la historia, el inicio del día. Ese camino de la casa al trabajo. En esa marcha resignada, hay un impacto reducido que se inculca en una forma tan abiertamente descarada como hábilmente se desliza en la narración: Al azar, algunos de esos laboriosos caracoles trabajadores de la tierra (campesinos), son arrebatados del bloque de labriegos, levantados por el aire en negros picos y, finalmente, comidos por los cuervos. Todo esto bajo la impávida procesión: no ha pasado nada, yo estoy bien, así que sigo mi destino.
A partir de ese momento yo estaba ahí, sentado con mi familia, viendo a la pantalla, pero la película que estaba siguiendo era la que corría en mi cabeza.

Con una rítmica envidiable, esa secuencia se repite cuando uno ha conseguido volver a tomar el hilo de la historia principal.

Colombia es un país que se reinventa cada día. Consigue ser único con elementos comunes. Sabe destacarse haciendo uso de recursos que pueden encontrarse en otros rincones del planeta. Y al final, el retrato de horror sabe aterrar más que el anterior. Una niña. Una niña de 7 años, una vida que empieza, que crece, que aprende, que tiene sueños. Sueños que ya, aunque tan nuevos, han sido espantados, pisoteados, pero sobreviven de tan frescos. En la sorpresiva y sorprendente distribución de eventos que pueden ocurrir en cada vida durante un lapso determinado de tiempo, los 7 años de esta niña tienen ingredientes que ya le quedaban grandes al serle asignados: perteneciente a una minoría étnica que nace para ser discriminada; proveniente de alguna de esas regiones donde pareciera que se nace por error, porque alguien más ya tiene planes para esos terrenos y sus recursos; ida a parar, en la huída, en un rincón peor: en un barrio “popular“, “de invasión“.

Esos barrios están ahí para que tengamos claro a quién hay que temer, a dónde dirigir nuestro rechazo, contra quién ejercer la fuerza justa de la legítima defensa, el reflejo natural por sobrevivir. Y también para tomar a discreción fichas para diversos juegos: las fichas de dominó cayendo y llevándose, en su caída individual, a las demás alineadas de manera que parezca que todo está planeado así, que ese ha de ser el curso de toda historia. Cifras, números, renglones para armar estadísticas que indiquen lo que alguien necesite, en la forma que (a ese alguien) le favorezca. Gente para subir a camiones, sea para ir a disparar a otra gente, para producir sin progresar, para consumir fármacos que no necesitaba habiendo adquirido enfermedades que no tenía, para disfrazar de malhechor, poniéndoles en la mano muerta armas que nunca en vida vieron ni sabrían operar, para ser fotografiados terciando una teja y junto a un montículo de arena, en fin, para lo que haga falta. Ganar poder, acumular riqueza, lograr control, atemorizar, satisfacer deseos (los que sea, no hay escrúpulos), seguir subiendo.

Esas gentes de esos barrios son los pañuelos desechables de esa caja a disposición de un (determinado) público que se sirve aunque no lo necesite, por la pura costumbre de los años, de ver hacerlos a sus mayores, y a los mayores de sus mayores, que lo han hecho por siglos con sus semejantes. Unos elegidos que saben practicar una higiene, llevar una pulcritud, una limpieza que les da ese brillo, ese lustre tan, tan costoso.


Yuliana, un nombre desgraciado, mal escrito, pronunciado ya a la fuerza en su escritura, un nombre que no pertenece ni al país, ni a la cultura, ni al origen, ni a ella misma, pobre ángel inocente que tuvo que sufrir lo que sufrió para convertirse, ojalá, en el único eco, en el único retrato de tantas y tantos que corren su misma suerte y de los que, todo oportunamente desinfectado, nunca se supo ni se sabrá.

2016/10/25

¿De quién es esto? El destino de las obras

"Hola H., llamo a invitarlo a mi casa, nos vamos a reunir unos amigos. ¿Sí, viene? ¡Ah, qué bien, hombre! Bueno, nos vemos, entonces. Oiga, tráigase la guitarra/la cámara, ¿no?"

"Le encargo el Logo/la traducción/las fotos/el artículo a usted, porque sé que necesita la plata, ¿sí o no?"

"Queremos que nos haga un vídeo de esos tan buenos que hace usted, que es el berraco, pero  hay muy poca plata; mejor dicho, es que no hay nada de presupuesto."

"Y a cómo los cuadritos? ¿Qué? No, y uno con ganas de colaborarle, pero así no..."

Con un buen amigo se ha convertido en chiste lo que sin serlo pero de tanto oírlo, intentar explicar y sin saber qué hacer se opta por el camino de la risa.

Profesiones y oficios percibidos social y culturalmente como instrumento de embellecimiento, entretenimiento, que resaltan la imagen, dan prestigio, añaden valor a los propios proyectos e intereses pero que, en la más paradójica conclusión, son 'gracias', 'dones' o, en su más triste acepción, un 'hobby' carente de valor económico e innecesario de remunerar.

Sobre esto se ha dicho, publicado e insistido sin pausa y a través de diversos canales. Mi punto hoy, lo que quiero acentuar, es la última frontera digna de respeto , la propiedad intelectual.

Todo usuario de redes sociales goza y sufre el bombardeo de frases, unas extensas otras breves, acompañadas de retratos de su verdadero autor, atribuidas (por error o conveniencia) a otro personaje histórico o de actualidad o apropiadas desvergonzadamente por los cínicos desparpajados: faltando las comillas y obviando la fuente se puede leer del plagiario un orgulloso y seco "gracias" ante comentarios como: "¡qué inspirado(r)!, "lindas palabras", "gran pensamiento" y otros halagos. Ya no la corrección, el honesto "no es mío", el crédito.

El crédito . Revelar sin dudas el origen, la autoría, el nombre de quien haya hecho, pintado, ejecutado, tallado, esculpido, tejido, fotografiado, escrito, o desarrollado lo que sea que ayude a hacer visible, a llevar un mensaje, a vender un producto o un servicio.

Incluso habiendo pagado lo justo (o en exceso), salvo contrato específico, permanece el crédito (para bien o para mal). Con mayor razón y haciendo honor a la definición de 'red social', ese mínimo gesto es el impulso que proyecta a un amigo que hace un favor, pero que no puede vivir haciendo favores, ni de recibirlos.

2016/10/08

Media maratón de Colonia 2016

Salí el domingo a correr con muy bajas expectativas, después de una semana de mal sueño a cuenta de un fuerte resfriado.
Lo hacía pensando todo el tiempo en la importante jornada en Colombia. Y todo lo que pasó durante la carrera se parecía muchísimo a la situación nacional, a la realidad social.

Arranqué aproximadamente 15 minutos después del primer grupo, entre el que se inscriben de antemano y de acuerdo a sus marcas alcanzadas y/o esperadas, los "mejores". En orden descendente de estimados de tiempo, todavía lo hicieron otros dos bloques de competidores antes que el mío. Si bien todo el camino estuve sobrepasando gente hasta, digamos, el kilómetro 19 donde quedé aglomerado sin más capacidad de superar a las mismas personas con las que crucé la meta, y en ese trayecto final me llegaron a pasar 3 corredores, queda reflejado el ánimo mayor o menor de ser los primeros y la gran proporción de rezagados, así: los que a toda costa buscan estar a la delantera, pero no tienen con qué sostenerla. Los que se saben incapaces de luchar una de las mejores posiciones o incluso completar la vuelta, pero a quienes les basta con aparecer en la foto junto a los punteros. Los despistados, que parten adelante para salir pronto de "eso", porque ya tienen otros planes para más tarde: entre los factores que más estimulan y animan a resistir estas pruebas está el acompañamiento de músicos, voluntarios y espectadores, algunos de ellos con ocurrentes carteles, como uno que decía "heute wird es pünktlich gegessen" (hoy se come –se almuerza– puntual). En todo caso, 745 antes que yo estuvieron acertados.
También están los que entrenaron, venían preparados pero en la cita algo se les atravesó: otro corredor que les provocó una caída con o sin intención, un inesperado revés de salud, pánico, etc.
Y el gran grupo compuesto por los diletantes y los no resignados que, en principio, serían de admirar pero no su actitud: no avanzar y, además, estorbar.

Los privilegiados, dotados con la última generación de equipo e innecesarios accesorios (que ya para un buen atleta son un lastre), pero carentes de rendimiento. Están los que van a paso lento por la izquierda, los que se "atraen", poniéndose a la par de otros igual de lentos y que son equivalentes a los grupos alineados en muros obstaculizantes. Los que, solos, logran el efecto de varios, con la simple estrategia de correr con los codos hacia afuera (no sorprende que se cansen). Y los que, por si fuera poco, también lanzan codazos. Y gritos. Con estos hay que tener mucho más cuidado, porque son ladrones de lo más valioso: concentración y energía. La opción es conocida: en lugar de quedarse a pelear, hacer bien lo que se sabe hacer y van a quedar viéndole a uno la espalda, no por mucho tiempo.

No puedo quitarme de la mente cuando corro en un evento lo afortunado que soy: rodeado de personal de emergencia, agua, frutas, bebidas isotónicas, bandas refrigerantes, barras alimenticias y un largo etcétera de atención y cuidado, tengo que pensar siempre en los colombianos (a quienes no veo) y gente de otros países (que viven ahora entre nosotros), los mismos que han recorrido mayores distancias con algunas de sus pertenencias y sus pequeños hijos a cuestas, que corren en cualquier tipo de calzado, el que tenían cuando tuvieron que huir, en abarcas, en alpargatas o en últimas, descalzos. Que cuando se cansan sienten el aliento de la muerte y no pueden hacer una pausa, cuando sienten sed tienen que aguantar, seguir e intentar tragar la pasta de saliva y tierra acumulada en sus bocas mudas de angustia. Que cuando creen que alcanzaron la meta les cierran la puerta y tienen que seguir sin saber a dónde.

Una historia antes de la carrera: siempre tiene lugar, los días inmediatamente previos a la maratón, una feria especializada. Es inevitable asistir porque es donde se hace entrega del material de inscripción (número, chip, camiseta, documentos, etc.) Este año tuvo lugar en una zona industrial más bien apartada del centro.
Sabía que estaba demorando más de lo seguro y lo saludable el reemplazo de mis zapatos, así que aproveché las ofertas para buscar un nuevo par. Tampoco es recomendable correr una distancia sin haber usado antes los zapatos, pero tendría un día para darles arranque.
Ya listo, decidí que no iba a arriesgar que la caja se cayera de la parrilla trasera de la bicicleta, entonces colgué la bolsa plástica en el manubrio. De regreso a la ciudad hay un tramo recto en descenso (poco común en esta región plana), en el que se logra mayor velocidad. Justo en esa disparada, la bolsa con la caja se metió en el espacio entre la rueda delantera y el marco, bloqueando la dirección y haciéndome perder el control. Pasé de estar sintiendo que volaba a ir volando en fracciones sin lugar a toma de decisiones. Fue un dejar pasar, un paso de conductor a conducido, ir propulsado hacia lo que sería un fuerte golpe, tal vez la cancelación de la cita para la que había ido allá a hacer lo que hice.
Entre las posibilidades de rodar por el pavimento, solo o enredado con la cicla, de deslizarme por la vía y rasparme hasta el acta de nacimiento, ser atropellado por un auto que viniera atrás de mí o frenar en seco contra el suelo, conté con la gran suerte de volar en posición horizontal y aún aferrado a la bici hacia el andén, lleno de hojas secas y en el que durante todo el buen tiempo había crecido un tupido moral. El colchón de hojas cumplió una doble función de amortiguar el impacto y favorecer un deslizamiento, mientras que las zarzas me aferraban y, estirándose, frenaban el proyectil en que me convertí.
Cuando me levanté estaba completamente solo. No pasaba ni un solo auto, ningún otro ciclista y de peatones nada. Aparte de un rasguño de un centímetro en la muñeca derecha, varias espinas enterradas en el cuero cabelludo y una punzada (un punto, no un arañazo) abajo del ojo derecho, nada ni nadie más le daba valor real a lo que acababa de pasar.
Necesitaba estar concentrado para correr. Así que no conté nada de esto hasta la tarde del domingo, después de todo. Es que la cantaleta me agota y me hacía falta la fuerza disponible.
Una razón más para estar agradecido.

2016/08/12

My own private Spotlight

Hay dos eventos del inicio de 2016 que trajeron a mi memoria un acontecimiento que nunca llegué a contarle a nadie en absoluto.

La aparición de la película Spotlight y la revelación de la existencia de la mal llamada comunidad del anillo. Mi primera asociación fue con la iglesia, por el gesto del "beso al anillo" papal, arzobispal, que tanto pacto, alianza, sumisión y complicidad sella y confirma al público. Ambas calificadas como escandalosas, lo que por más que intento no llego a entender, cuando estas "novedades" no lo son en lo más mínimo.

En lo biográfico, y buscando ejemplos conocidos de por qué nadie debe estar sorprendido, sino agradecido con la divulgación de esta información, la puesta en claro de que hay cosas que suceden con silente aprobación de la sociedad, al punto de insistir en censurar a quien se atreva a denunciar o tan solo muestre su intención de hacerlo, fue mi experiencia con el entonces rector del Colegio Mayor de San Bartolomé, de la Compañía de Jesús en Bogotá, Héctor López, en 1983.

Ya estaba decidido. Sin embargo, había que agotar todas las alternativas y, si bien estaba claro que tal salto en el tradicional conducto regular podía resultar contraproducente, nada podía empeorar a esas alturas: debía echar mano a todo el valor que un niño, en el proceso de dejar de serlo, incomprensible para él mismo, pudo reunir para solicitarle al jefe máximo del colegio que considerase revocar la expulsión.

No era una situación conocida: las hormonas estaban jugando sus peores bromas al siempre destacado estudiante, hijo y vecino ejemplar (odioso, para los demás y para sí), un niño medallas y diplomas.

Es que de repente, sin saber cómo ni de dónde, las mejores calificaciones se hicieron fugaces, la intachable conducta se veía manchada, no por un acto provocado, sino por el sentido solidario de callarse y no denunciar a los responsables, silencio que la autoridad disciplinaria castigó con una medida colectiva: es sabido que en las construcciones a las que se otorga una misión sagrada, hay sitios todavía más sagrados, por si no fuera suficiente. Uno de esos lugares es la biblioteca del colegio que, como era todo en este plantel, de proporciones y alcances enormes, tanto que sus volúmenes no son consultados solamente por los jóvenes alumnos, sino por investigadores y académicos.

Porque "Dios está en todas partes y castiga más duro en algunas que en otras".

Pues fue en ese florecer de la rebeldía púber que algunos estudiantes armaron un desorden fuera de lugar, desacato al reglamento. Cuando el coordinador de disciplina acudió al llamado de los encargados luego de fracasar estos en sus intentos por reimponer el orden, preguntó por los responsables, encontrándose con el silencio que cito y que, a pesar de amenazar con la medida finalmente tomada, no fue roto.

El revés académico y esta anecdótica baja de conducta me ponían en una situación desconocida e inconveniente por todos lados. No veía, por más que ajustara el foco, al mejor alumno de la primaria, del colegio, al acólito de la parroquia, al cantante del coro, al que tocaba el piano en las misas, al colaborador, al amigo de ancianos y animales. Solo veía la vergüenza que era, que esa misma educación católica me obligaba a creer que era.

Como hijo único de padres autoritarios, conservadores, que no aceptan errores desde ningún prisma, estaba solo en este lío.

En esa vulnerabilidad total, como yo, por lo expuesto, la veía, me hallaba solo, no tenía aliados a quienes acudir. Estaba decepcionando a mi familia, a mis profesores, al círculo de amistades con muy bajo margen de sobreponerse a sorpresas, al vecindario presto al juicio. Solo en el mundo.

Lo conozco, sé cómo es el sentimiento que aturde, que paraliza, que aplasta a la mujer violada, al menor abusado, a la empleada acosada, al que tiene algo para decir pero teme las consecuencias de hacerlo.

Acorralado por el miedo (mis papás me van a matar), intentaba sin embargo obtener un resultado mediante la súplica ante el semidiós, la cabeza del mejor y más antiguo colegio del país. No estaba familiarizado con más figuras que representaran tanto poder en ninguna otra faceta de mi vida. Así estaba, armado con mis argumentos, con mis promesas de repunte, amparadas por la conocida capacidad de hacer bien las cosas.

Después de una incierta espera que el frío que guarda la arquitectura antigua hizo más insufriblemente larga, pasé a la oficina del rector López. El tiempo que tomó exponer mi propuesta de recuperación y retorno al buen redil dio presto paso a una pregunta tan fuera del tema, que de inmediato encendió la alarma de la autoconservación.

"¿Tienes novia?"

“No señor” –le contesté, doblemente desconcertado, pues en esa época no se tuteaba ni en Bogotá ni en esa constelación directivo–alumno.

"¿Pero habrá alguna niña que te guste?"

“Sí, claro” –, respondí, cada vez más desconfiado.

"Tú sabes que yo soy psicólogo, ¿no? Vamos a hacer un experimento: vas a cerrar los ojos, a poner las manos sobre los muslos y me vas a contestar unas preguntas."

La decisión de seguir ahí, jugando bajo su poder, obedeció en parte a que no había recibido una respuesta a lo que me llevó a estar sentado en la rectoría del monstruo–colegio, y por otra parte, a esa imposición de obediencia y respeto a mayores y superiores. Si prestarme a su fantasía, que incluso un niño inocente, como era yo, ya tenía identificada, me ayudaba en ese punto muerto, y mientras me mantuviera a salvo, le serviría de conejillo de Indias: nunca mejor empleado el símil..

"¿Cómo se llama ella?"

“D.” me debió salir con auténtico enamoramiento, pues esa niña (no tan niña, un poco mayor que yo en años y en apariencia, como es usual en esa etapa en que el paso a ser mujer se acelera y sobrepasa al de convertirse en hombre, o parecerlo) realmente me encantaba por ese tiempo. Una lindísima vecina, dueña de una salvajísima cabellera pelirroja y con unos senos y unas caderas que se habían anticipado, sin freno, a las ocupaciones y preocupaciones de su edad.

Mi inventario de movidas de defensa y escape de esa oficina fue pasando por mi mente como un catálogo, en el que esas páginas se intercalaban con las opciones de ser falsamente acusado de incitar algo en dicho escenario, de pasar de víctima a victimario, de haber inventado un escándalo para desviar la atención del crimen que estaba cometiendo (ir perdiendo dos materias a mitad del año escolar y una baja en conducta fungiendo como tercera materia en esa fórmula que provocaba la salida del magnánimo instituto –uso este adjetivo para acentuar la diferencia de fuerzas entre el niño que yo era y la institución de renombre (el primer colegio de Colombia, fundado en 1604, con sede en plena Plaza de Bolívar, vecino del edificio del Congreso de la República y a pocos metros del Palacio presidencial, cuna de héroes y próceres de la independencia, presidentes, científicos, etc.). Un colegio al que pocos ingresan al pasar estrictas pruebas de admisión de altísima exigencia e intensidad de tiempo (dos sábados enteros consecutivos) y que tantas personalidades de la gloria nacional producía–), de los castigos a los que me exponía, en fin, de todas las formas como todo podía terminar, únicamente: mal.

Tan pendejo, la culpa es mía: ¿quién me dijo que esto iba a ser una solución?, era todo lo que pensaba. Y también: Esto ni contarlo, porque me va peor.

Él seguía: "¿Cómo es, físicamente, ya se desarrolló? Piensa en D. y mientras, abre y cierra las piernas, imagínatela, respira profundo, frótate los muslos... ¿Qué sientes? Sigue pensándola, su cuerpo, imagínate que la abrazas y la besas... No dejes de moverte, ¿sientes algo?"

Ahora que vengo a recordar todo, encuentro inclemente lo paradójico, absurdo y cruel del proceso que ocurría en mi cerebro al estar, de hecho, pensando en esa belleza y haciendo, a la vez, una inhibición consciente de lo que, naturalmente, debería sentir.

La calma y decencia con que mantuve la conversación mientras permanecí en esa sala, máxima expresión del poder, queriendo más bien hacer justicia y acabar de una vez con la oportunidad de que esto le pasara a más niños y jóvenes, es un claro ejemplo de lo que encarna la diplomacia.

Como manifiestan enfático y explícito en la película, corrí con suerte, logré salir ileso, con las herramientas disponibles entonces.

No hice más que el ejercicio de mantener la neutralidad y el autocontrol ante todos los intentos por despertar mi deseo, mi (apenas estrenándose, pero no menos fuerte) inteligencia sexual y mi más básico reflejo de excitarme. Definitivamente logré aburrir a este hombre, que al final me despidió con el lapidario "Son las reglas y no hay nada que hacer", salí derrotado (en cuanto la expulsión del colegio se mantuvo) y, solo hace poco vine a saberme triunfante, por haber borrado de mi memoria esa cita y lo ocurrido en ella.

Tanto que nunca, nunca había vuelto a pensar en eso en todos estos años.