2018/06/22

Negación histórica: “No hay Nazis en Colonia”

Negación histórica 

Lo indicado era contrarrestar la migraña con el simple pero efectivo método de quedarse acostado, ya no dormido, en todo caso con los ojos cerrados. Pero estando en casa en lugar del trabajo y con la gran ilusión de mi hijo por su primer torneo de baloncesto, decidí que era una más feliz idea acompañarlo. Los partidos se llevarían a cabo en el coliseo del colegio al que va a cambiar después del verano.
Toda una fiesta familiar, buena atmósfera y, aunque el aire denso del recinto cerrado ni el ruido y la temperatura allí concentrados eran el remedio para mi cabeza en constante martilleo, todo lo que pasaba relajaba y distraía el dolor.

Al terminar decidimos aprovechar el buen tiempo y la corta distancia para ir a pie hasta la casa. Pasando por la estación del metro vimos a los educadores que se hicieron cargo de organizar el equipo, entrenar a los niños integrantes, inscribirse en el evento y acompañarlos. Así, nos despedimos desde la acera agradeciendo su iniciativa y compromiso, haciendo señas con las manos.

Fue cuando, desde atrás, una voz sombría, irritada pero rendida, nos preguntaba irónicamente si sería posible pasar. Dejando de lado que íbamos por nuestra acera, que uno de nosotros era un menor (había más gente repartida por el trayecto), obvié que fuera un adulto en bicicleta y le cedí el paso con amabilidad. Como aún habiendo conseguido pasar por donde le estaba prohibido seguía renegando lo animé a contagiarse del espíritu cordial y le hice hincapié en las excepciones hechas para que siguiera, no obstante, por el camino erróneo. Fue cuando, falto de argumentos, puesto en evidencia en su falta elemental de tránsito y herido su orgullo al saberse corregido, lanzó un cobarde, de espaldas y dado a la fuga “váyanse a su país”.

Para su desgracia el semáforo cambió y tuvo que detenerse. Al alcanzarlo le expresé mi vergüenza ajena por su gesto ruin, su ignorancia y el descaro de arrojar su racismo a un niño. También le pedí que nos explicara su concepto de patria, ya que fue el término específico que utilizó. Incómodo por el abordaje, por el tono equilibrado de la queja y la ausencia clara de un contraargumento, agudizó como es habitual en algunos seres bajo tales situaciones su rudeza y se alejó en una dirección diferente a la planeada, repitiendo su fórmula “váyanse para su ‘patria’.

Después de un silencio que yo imaginé como el puente para regresar a ese reino en el que nos encontrábamos padre e hijo en una sencilla caminata en un sábado soleado y del que nunca debimos permitir que nos sacaran, mi hijo me golpeó el alma con una pregunta tan básica, tan primitiva, pero tan lamentablemente válida: “Papá, ¿tú no sientes a veces ganas de tener una pistola y poder dispararle a alguien que te haga daño?” Solo entonces me percaté de la digestión que de todo esto y en silencio había estado haciendo él de todo mientras ocurría. Lo único que me salió como respuesta es que somos mucho mejores seres humanos, que no vale la pena dejarse enredar por esa mala sangre de gente que ya gastó su dentadura masticando frustración, soledad y desamor. Le recordé que no debe callar, pero que siempre debe medir sus actos porque siempre estará en desventaja si reacciona en legítima defensa.

Al volver a esperar en el semáforo una esquina más adelante pude confirmar lo que venía diciendo: el hombre se hallaba en el extremo opuesto de la misma cuadra, escarbando en la basura. Esto confirmaba la inocultable marchitez de tantos racistas que algunos insisten en negar que pueda haber en Colonia, recitando el vacío y aparente título de que “vivimos en la ciudad más tolerante (cada vez aborrezco más el término) y diversa”, pero que hay de sobra, gente que revira escudándose en la infundada superioridad de una nación que hace tiempo les dió la espalda.
Y
Hasta este punto la historia ya me parecía bastante fuerte, cruel y gris, pero como todo es susceptible de superar, el nivel aumentó cuando mi hijo de once años no cumplidos me preguntó si recordaba al hombre del día anterior. Yo pensé que le había seguido dando vueltas al asunto, quizás pensando en alguna de esas respuestas inteligentísimas que saben sobrevenir demasiado tarde y rara vez en el momento oportuno. La casi desvanecida desazón del desencuentro se recargó con una adición de indignación cuando me contó lo que yo trataba de negar, no sé por qué, en cuanto me seguía contando: el mismo hombre, ahora a pie, estaba al otro lado de la calle en la que el niño, ahora acompañado por su amigo y vecino, esperaba la luz verde para continuar a un parque donde iban a jugar baseball. Me dice que se cruza en rojo, mirándolo fijamente como afianzado en la idiotez que fabrica, a lo que él responde con un gesto de perplejidad (fingida), buscando esa explicación inexistente. Aclaro que, dentro de la informalidad y soltura con la que se conoce a Colonia, tan cool que somos, “too sexy for the signal light”, aquí se permite asumir el riesgo de cruzar el semáforo en rojo, salvo la férrea excepción de encontrarse delante de menores de edad. Al sentir la reacción y llegando a su altura, el hombre le pregunta si quiere que le ordene al perro que trae paseando que lo ataque. Él, rápido, le pide a su amigo que le entregue el bate con el que van a jugar, a lo que el siempre cobarde pero ahora amilanado viejo responde con esto que llevo escuchando más de 17 años, siempre que se decide dejar de silenciarse ante cualquiera de los no pocos comentarios denigrantes y racistas que suelta esta gente con desparpajo: “era una broma”.

Tamaña broma que un completo desconocido mayor, con el que horas antes se ha tenido un “intercambio” de indudable talante discriminatorio amenace a un niño, acompañado solamente por otro niño.

Esto hay que denunciarlo, no cabe duda. Por eso escribo, por eso empleo este canal. Porque entre las experiencias que el pequeño va a tener que acumular está la de la banalización por parte de las autoridades, “que no vale la pena, que no haga caso, que no tiene importancia, que no se puede hacer nada, que es su palabra contra la del otro”.


Esa es, precisamente, la fuerza que ha hecho falta para revivir, quiero decir para mantener latente, dado que nunca murió, ese fascismo incorporado, aceptado, entretanto reconocido como fundamental derecho a la expresión y que cuenta incluso con partido político.