2016/12/07

Un caracol llamado Yuliana

Turbo, una película infantil.

Una historia con ingrediente ficticio, un retrato social y el mensaje de superación y, no puede faltar, desenmascarar al mal disfrazado de bien y vencerlo.

Los caracoles son agricultores, su parcela es el jardín de una casa de familia promedio norteamericana. Uno de ellos es aficionado a las carreras de autos. Televisión, bebida enlatada, lo habitual. El contraste se acentúa aquí enfrentando la potencia de veloces autos dotados de poderosos motores con la emblemática, fija en el imaginario de todo espectador, lentitud del caracol. Mencionar rápidamente, para no perder el propósito real de este escrito, que se puede entender como una apología al doping. Y arriesgándose un poco más allá, la ilustración del efecto benéfico de un medio maléfico, si cae en las manos adecuadas (o mejor, en la concha adecuada, pues este protagonista carece de extremidades).

Hay un ritual que se repite durante la historia, el inicio del día. Ese camino de la casa al trabajo. En esa marcha resignada, hay un impacto reducido que se inculca en una forma tan abiertamente descarada como hábilmente se desliza en la narración: Al azar, algunos de esos laboriosos caracoles trabajadores de la tierra (campesinos), son arrebatados del bloque de labriegos, levantados por el aire en negros picos y, finalmente, comidos por los cuervos. Todo esto bajo la impávida procesión: no ha pasado nada, yo estoy bien, así que sigo mi destino.
A partir de ese momento yo estaba ahí, sentado con mi familia, viendo a la pantalla, pero la película que estaba siguiendo era la que corría en mi cabeza.

Con una rítmica envidiable, esa secuencia se repite cuando uno ha conseguido volver a tomar el hilo de la historia principal.

Colombia es un país que se reinventa cada día. Consigue ser único con elementos comunes. Sabe destacarse haciendo uso de recursos que pueden encontrarse en otros rincones del planeta. Y al final, el retrato de horror sabe aterrar más que el anterior. Una niña. Una niña de 7 años, una vida que empieza, que crece, que aprende, que tiene sueños. Sueños que ya, aunque tan nuevos, han sido espantados, pisoteados, pero sobreviven de tan frescos. En la sorpresiva y sorprendente distribución de eventos que pueden ocurrir en cada vida durante un lapso determinado de tiempo, los 7 años de esta niña tienen ingredientes que ya le quedaban grandes al serle asignados: perteneciente a una minoría étnica que nace para ser discriminada; proveniente de alguna de esas regiones donde pareciera que se nace por error, porque alguien más ya tiene planes para esos terrenos y sus recursos; ida a parar, en la huída, en un rincón peor: en un barrio “popular“, “de invasión“.

Esos barrios están ahí para que tengamos claro a quién hay que temer, a dónde dirigir nuestro rechazo, contra quién ejercer la fuerza justa de la legítima defensa, el reflejo natural por sobrevivir. Y también para tomar a discreción fichas para diversos juegos: las fichas de dominó cayendo y llevándose, en su caída individual, a las demás alineadas de manera que parezca que todo está planeado así, que ese ha de ser el curso de toda historia. Cifras, números, renglones para armar estadísticas que indiquen lo que alguien necesite, en la forma que (a ese alguien) le favorezca. Gente para subir a camiones, sea para ir a disparar a otra gente, para producir sin progresar, para consumir fármacos que no necesitaba habiendo adquirido enfermedades que no tenía, para disfrazar de malhechor, poniéndoles en la mano muerta armas que nunca en vida vieron ni sabrían operar, para ser fotografiados terciando una teja y junto a un montículo de arena, en fin, para lo que haga falta. Ganar poder, acumular riqueza, lograr control, atemorizar, satisfacer deseos (los que sea, no hay escrúpulos), seguir subiendo.

Esas gentes de esos barrios son los pañuelos desechables de esa caja a disposición de un (determinado) público que se sirve aunque no lo necesite, por la pura costumbre de los años, de ver hacerlos a sus mayores, y a los mayores de sus mayores, que lo han hecho por siglos con sus semejantes. Unos elegidos que saben practicar una higiene, llevar una pulcritud, una limpieza que les da ese brillo, ese lustre tan, tan costoso.


Yuliana, un nombre desgraciado, mal escrito, pronunciado ya a la fuerza en su escritura, un nombre que no pertenece ni al país, ni a la cultura, ni al origen, ni a ella misma, pobre ángel inocente que tuvo que sufrir lo que sufrió para convertirse, ojalá, en el único eco, en el único retrato de tantas y tantos que corren su misma suerte y de los que, todo oportunamente desinfectado, nunca se supo ni se sabrá.

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