2017/01/14

De viva voz

"¿Por qué lo hizo?"
Uno o dos días antes de volar de regreso a mi casa, tras una despedida que duró un mes, los noticieros de televisión transmitían el registro de un suicida y el fallido intento de varias personas por disuadirlo de su propósito, consumado de manera más que fugaz y efectiva con la furiosa corriente de las aguas sucias por antonomasia del río Bogotá arrebatando al hombre hacia la caída del Salto del Tequendama.

En este testimonio se juntan fuerzas tan contradictorias como intensas, cruce de historias aparentemente inmodificables y su sorpresivo cambio.

Después de viajar con la débil esperanza de ver a mi padre todavía vivo, en vista de las noticias recibidas sobre cómo su salud se deterioraba a gran velocidad, pasar un mes de altibajos en el que de un día al siguiente se recuperaba e inmediatamente después sus órganos fallaban anunciando el fin, fueron días llenos, saturados, eternos, cada uno una carrera por alcanzar a decir, hacer, mostrar, traer, organizar, enmendar todo lo posible en el poco tiempo disponible.

Imaginaba que sería como aprendí, una rutina memorizada de ceder y callar, dadas las circunstancias, para evitar revivir choques dormidos por la distancia y el silencio, para hacer llevadero el imposible de establecer, pero ya evidentemente corto espacio de convivencia.

Además del delicadísimo e inexplicable equilibrio por el que Rafa se mantenía despierto y respirando y el celo mancomunado por no alterarlo, ante el respeto de los humanos por un último reposo pude ver el progreso que lo sacó de la ayuda artificial de la sala de cuidados intensivos a la inesperada autonomía en la habitación corriente en la que coincidimos para ver el chocante suceso: chocaba porque mi papá había revelado en esos días la verdadera sensibilidad que se le impuso ocultar y domar toda su existencia. Porque de tales sucesos recibimos los efectos, las huellas que dejan, pero raramente su desarrollo en tiempo real.

Ya no recuerdo si el vídeo fue adquirido por el o los noticieros de un testigo presencial o si se trataba de profesionales que se encontraban trabajando cerca al lugar. Era corto, en todo caso, comparado con la densidad y duración del silencio resultante.

La paradoja de la vida, que no conoce restricciones, hacía que durante esos días en los que el tiempo efectivo de visita, dos bloques de 20 minutos, mi padre quisiera saber, comentar, averiguar y discutir conmigo más de lo que llegamos a hacerlo durante años. Todo lo que suena lógico y normal, solo que todos los tubos y mangueras que hicieron falta para mantenerlo vivo ocupaban el aparato de la voz y también se la habían estropeado. Intentó también comunicarse conmigo en alfabeto morse, pero su pulso (y mi oído fuera de práctica) nos defraudaba: en ese lenguaje de puntos y líneas traducidos a tonos, pitos, también se podía identificar una "buena letra" y la suya siempre fue admirada. Pero la cantidad de medicamentos alteraba su motricidad.

Esos obstáculos, y la profunda convicción en la estructura establecida, esa en que el mayor habla y el menor escucha; en su forma de ver el mundo los jóvenes no tienen idea de nada, son unos pendejos, unos huevones, así que no vale la pena tomar concepto, opinión ni consejo de esas generaciones desdeñables.

De repente todo da un vuelco y me formula desde su lucha por mantenerse en vida el nada banal, nada vacuo interrogante de por qué alguien querría hacer lo que vimos.

Creo que mi respuesta lo dejó tranquilo, satisfecho, como que se podía ir con todo su trabajo bien hecho. Y la paz que se formó fue tanta que alcanzó para mí también.