2011/04/18

Eduardo In Memoriam

No llegué a preguntarle muchas cosas. Entre la educación con énfasis en la prudencia y la discreción que llevo a cuestas, el casi religioso respeto por los mayores, la idea de los abuelos como entidades cercanas a las hadas, los elfos, los unicornios, los genios fuera de sus lámparas y otros seres fantásticos que los hacen distar de sus lastres de humanidad, tanto como para escudriñar en sus pasados más allá de lo que él mismo llegara a revelar en algún episodio de reminiscencia, fue imposible entrevistarlo para conocer su historia, que se adivina tan interesante.

Me quedé con muchas dudas, con mucho suspenso en torno al sentir de mi muy querido y extrañado abuelo Eduardo. Para él, amar era una cuestión de acciones, no de palabras. Era una ocupación de tiempo completo, una responsabilidad a la que no renunció nunca. Una entrega in-vestida más de un pulcro traje de deber que de prendas casuales o de informalidad.

Nunca le faltó dulzura en sus recias palabras, ni ternura en sus adustos gestos, ni suavidad en sus fuertes manos, ni fueron escasas sus sinceras caricias. Pero estas acciones eran como la marcha de las hormigas, como el vuelo de las abejas, como la miel que ellas también producen, como un destino, un resultado de vivir. Quiero decir con esto que no hubo nunca una reflexión sobre el amor, ni una explicación de sus motivos.

No pude saber, de labios para afuera, cómo se sentía, qué sentía. Siempre fue generoso en la risa, una fuerte, franca y cálida como él mismo. Aprovechaba cada corto saludo para dar un consejo, para recomendaciones de bien. Pero estaba claro que él pertenecía a una clase, a una raza, a una cultura que responde, sin importar las circunstancias, que está bien, que no se queja de nada porque la vida es dura y hay que vivirla como viene, porque a los demás no se le cuentan las cuitas porque todos llevan su propia cruz.

Eduardo se montó en la parte trasera de la ambulancia con pleno disgusto. Le alcanzó a decir al conductor y al enfermero que se sentía perfectamente para ir adelante con ellos en la cabina, charlando durante el trayecto hasta el hospital donde habría que hacerle un par de exámenes imposibles de realizar con el equipo del hospital de su pueblo. Se acostó a regañadientes en la camilla, se quedó dormido y ya no se despertó. Se murió en el camino. En esa carretera por la que tantas veces y tantos años viajó, en la que se accidentó y sobrevivió, y que fue testigo de su estoica muerte.

Se murió con la misma modestia que llevó su vida, sin hacerse notar, sin darse cuenta él mismo, digo yo, que nunca me he muerto y no puedo saber si morir despierto o morir dormido es tan diferente como podemos imaginar que es morir de golpe o morir de a poco y si unos u otros se enteran de que mueren. Fue consecuente, aún muriendo, con su forma de ser equilibrada, buen espíritu del lugar al que llegaba, pero sin aspavientos, personalidad afable y que llamaba la atención, pero sin lucirse ni abusar de protagonismos. Querido, nunca cargoso.

Me quedó faltando mi buen abuelo, mucho de su tiempo, mucha de su historia. Lo recuerdo siempre ahí, en los eventos importantes de mi vida, con el mejor de los regalos, con tan buenos ratos, viajando bien y comiendo bien. Extraño los paseos en los que consentía con vocacional pasió a su esposa, a su hija y a su nieto, las comidas donde su generosidad no era capaz de reconocer la satisfacción de los comensales. Su buen humor, su cálida hospitalidad. Creo que no quiso complicarse la vida tratando de entenderme. O tal vez le parecí aburrido de tan conocido, de tantos como yo que llegó a conocer en su vida.

Mi más amoroso recuerdo hoy, un año después de muerto. Descansa en paz.