2016/12/13

No es mi culpa que sea mi culpa

La sanción por el escándalo de VW con respecto a la emisión de gases y partículas en los motores diésel, descubierto en el parque automotor de los Estados Unidos recayó sobre el Estado (alemán).
La Unión Europea estaba enterada de ese proceder y advirtió al gran fabricante a través del departamento encargado en el organismo político para que fuera corregido, siendo descubierta la manipulación a través del software sin que se hubiera aplicado la solución antes de producirse la denuncia.

Es de la unión de naciones más renombrada, con mayor credibilidad e influencia global, la que juzga, señala, dicta, certifica y descertifica, decide, reparte, aconseja, patrocina, unge, condena, ejemplo a seguir en gobiernos y sistemas, de la que se habla. Y es a su hijo predilecto al que no le queda más remedio que castigar, pues es imposible negar u ocultar el mal cometido por tiempo prolongado.

Se afirma, más bien se insinúa con densa timidez, que otras marcas proceden en forma similar: ¿por qué se acusa solo a una marca y no a todas las que, no nos sigamos engañando y queriendo dejar engañar, alteran estos valores para conseguir clientes que persiguen, paradójicamente, consumir con limpieza y el menor daño?

No hacer el mal para no tener que disculparse. Escribir esta frase sin comillas me parece extraño, porque me habitué a oírla, siempre dándome el crédito, del buen Oliver Beyer (mejor conocido por este paisaje inventado –facebook–, como Aleph Eins), a quien le impactó tanto que aprovechaba toda ocasión pertinente para usarla.

Siendo un gesto como mínimo esperado tras un error, hay que haber vivido las consecuencias de uno o varios para los que escuchar una excusa (sincera, ojalá) no devuelve nada a un estado ni aceptablemente parecido al original, para saber lo fútil de las disculpas. Aceptarlas, así como el valor de ofrecerlas, es otra historia (para otro espacio).

Si no ayuda a limpiar, no ensucie.

Sigue habiendo sorprendidos tras la aparición de noticias como esta y muchas otras. Y los voceros siguen representando gestos esforzados de estupor para brindar al público la idea, ungüento para la ingenuidad, tan rentable, de no saber nada de antemano.

Corrupción, robo, tráfico de influencias, silencios protectores, guerras, carreras truncadas con calumnias, vicios, mucho se sabe y no se dice. Mejor que lo sepan pocos, favores menos.

Vuelvo al punto del castigado y con ello al rigor del castigo: no se pide (en esta instancia, por supuesto que hubo despidos, renuncias, multas, deterioro de imagen) al hijo (también favorito) de ese hijo predilecto que responda más, sino a sus mayores, al país que de él se nutre y, a cambio, le calla y admite su mala conducta.

Ahora, buscando traer lo descrito a la urgente aplicación de justicia al crimen más fresco de la frugal e incansable producción, a los de la semana pasada, a los excesivos del gobierno pasado, a los de décadas de violencia, siglos de crimen pregunto sin sarcasmos, ¿a qué Estado más tildado, tachado, vedado, censurado, excluido, desdeñado, sancionado se puede sentenciar y culpar?

Yo optaría por llamar al frente a toda su sociedad, compuesta por todas sus sociedades regionales, a esa "madre conservadora" que le recomienda sexo seguro a su descendencia adolescente pero no soporta escuchar de ella que lo practica. A la "mayoría" que lleva inculcado e inculca que todo-siempre-nunca-nada, la de los golpes de pecho y la bala "necesaria", la del por algo sería (también remozado por el infame "no estaría(n) recogiendo café"). A la que se dice mentiras, se las cree y obliga a creerlas. Esa misma que rabia clamando justicia y se ofrece a imponerla, excepto cuando es a ella misma o a uno de sus elegidos.

2016/12/12

Niñez arrebatada

No vamos a poder encontrar nunca más (si es que alguna vez existió) la medida justa entre lo conveniente de ver (por seguridad, experiencia y supervivencia), lo sano de ocultar y del plazo para seguir o dejar de hacerlo y los procesos justos para asimilar lo inevitablemente expuesto:
Venía pensando algo que vuelve a hacerse patente a partir del desarrollo de la triste noticia de la niña hace una semana y un texto del maestro (plástico y de vida) Dioscórides Pérez, sobre el "daño del ojo".

Como es usual en esta etapa del año en que la luz empieza a escasear y las temperaturas descienden, sobrevienen los que aquí se suelen llamar, en forma "respetuosa", resignada y práctica, "accidentes de tráfico". El enunciado reduce a la consecuencia y evitando la innecesaria descripción, clara para quien lo ha experimentado y sin revelar para quien no, el método de acabar con la vida lanzándose a las vías del metro o del tren. Hace unos días mi hijo de 9 años, que lleva poco tiempo saliendo solo volvió con la noticia, más confundido sobre la manera como habría de llegar ese día a su colegio, que por lo que alcanzó a entender juntando lo mucho o poco visto y las indicaciones de la policía que había ocurrido.

En la tarde, de regreso, el mayor tenía un muy discreto resumen de lo sucedido mientras que la menor ilustraba con ejemplos recopilados entre sus pequeños amigos varios cuadros posibles, todos rebozantes de descripción gráfica.

Es irresponsable crearle a los niños un mundo sin defectos, sin dolor, insosteniblemente bueno, sano, correcto y positivo. Hay en todo y en todos fuerzas, facetas, episodios y zonas "malas", oscuras, contraproducentes. Hay una parte de la labor consistente en garantizar entornos, caminos, personas, actividades seguras. Y esa misma debe hacer visible en su totalidad (o la máxima posible), que hay gente, lugares, horas  y decisiones peligrosas. Igualmente falta instrumentar para crear el juicio que muestra el riesgo que se esconde en donde no parece estar.

Es deber, en esta sociedad que presenta generosísima casos e historias, el más táctico, amoroso, maduro y armónico apoyo y acompañamiento hacia la pérdida de la inocencia. La que entrene la alerta sin matar la espontaneidad, que fortalezca la cautela sin sembrar la desconfianza, que advierta sobre la humanidad enferma sin destruir la fe en ella.
Tejer, en últimas, la red comunitaria que defienda, proteja e intervenga para mantener la integridad de cada uno y del conjunto.

2016/12/07

Un caracol llamado Yuliana

Turbo, una película infantil.

Una historia con ingrediente ficticio, un retrato social y el mensaje de superación y, no puede faltar, desenmascarar al mal disfrazado de bien y vencerlo.

Los caracoles son agricultores, su parcela es el jardín de una casa de familia promedio norteamericana. Uno de ellos es aficionado a las carreras de autos. Televisión, bebida enlatada, lo habitual. El contraste se acentúa aquí enfrentando la potencia de veloces autos dotados de poderosos motores con la emblemática, fija en el imaginario de todo espectador, lentitud del caracol. Mencionar rápidamente, para no perder el propósito real de este escrito, que se puede entender como una apología al doping. Y arriesgándose un poco más allá, la ilustración del efecto benéfico de un medio maléfico, si cae en las manos adecuadas (o mejor, en la concha adecuada, pues este protagonista carece de extremidades).

Hay un ritual que se repite durante la historia, el inicio del día. Ese camino de la casa al trabajo. En esa marcha resignada, hay un impacto reducido que se inculca en una forma tan abiertamente descarada como hábilmente se desliza en la narración: Al azar, algunos de esos laboriosos caracoles trabajadores de la tierra (campesinos), son arrebatados del bloque de labriegos, levantados por el aire en negros picos y, finalmente, comidos por los cuervos. Todo esto bajo la impávida procesión: no ha pasado nada, yo estoy bien, así que sigo mi destino.
A partir de ese momento yo estaba ahí, sentado con mi familia, viendo a la pantalla, pero la película que estaba siguiendo era la que corría en mi cabeza.

Con una rítmica envidiable, esa secuencia se repite cuando uno ha conseguido volver a tomar el hilo de la historia principal.

Colombia es un país que se reinventa cada día. Consigue ser único con elementos comunes. Sabe destacarse haciendo uso de recursos que pueden encontrarse en otros rincones del planeta. Y al final, el retrato de horror sabe aterrar más que el anterior. Una niña. Una niña de 7 años, una vida que empieza, que crece, que aprende, que tiene sueños. Sueños que ya, aunque tan nuevos, han sido espantados, pisoteados, pero sobreviven de tan frescos. En la sorpresiva y sorprendente distribución de eventos que pueden ocurrir en cada vida durante un lapso determinado de tiempo, los 7 años de esta niña tienen ingredientes que ya le quedaban grandes al serle asignados: perteneciente a una minoría étnica que nace para ser discriminada; proveniente de alguna de esas regiones donde pareciera que se nace por error, porque alguien más ya tiene planes para esos terrenos y sus recursos; ida a parar, en la huída, en un rincón peor: en un barrio “popular“, “de invasión“.

Esos barrios están ahí para que tengamos claro a quién hay que temer, a dónde dirigir nuestro rechazo, contra quién ejercer la fuerza justa de la legítima defensa, el reflejo natural por sobrevivir. Y también para tomar a discreción fichas para diversos juegos: las fichas de dominó cayendo y llevándose, en su caída individual, a las demás alineadas de manera que parezca que todo está planeado así, que ese ha de ser el curso de toda historia. Cifras, números, renglones para armar estadísticas que indiquen lo que alguien necesite, en la forma que (a ese alguien) le favorezca. Gente para subir a camiones, sea para ir a disparar a otra gente, para producir sin progresar, para consumir fármacos que no necesitaba habiendo adquirido enfermedades que no tenía, para disfrazar de malhechor, poniéndoles en la mano muerta armas que nunca en vida vieron ni sabrían operar, para ser fotografiados terciando una teja y junto a un montículo de arena, en fin, para lo que haga falta. Ganar poder, acumular riqueza, lograr control, atemorizar, satisfacer deseos (los que sea, no hay escrúpulos), seguir subiendo.

Esas gentes de esos barrios son los pañuelos desechables de esa caja a disposición de un (determinado) público que se sirve aunque no lo necesite, por la pura costumbre de los años, de ver hacerlos a sus mayores, y a los mayores de sus mayores, que lo han hecho por siglos con sus semejantes. Unos elegidos que saben practicar una higiene, llevar una pulcritud, una limpieza que les da ese brillo, ese lustre tan, tan costoso.


Yuliana, un nombre desgraciado, mal escrito, pronunciado ya a la fuerza en su escritura, un nombre que no pertenece ni al país, ni a la cultura, ni al origen, ni a ella misma, pobre ángel inocente que tuvo que sufrir lo que sufrió para convertirse, ojalá, en el único eco, en el único retrato de tantas y tantos que corren su misma suerte y de los que, todo oportunamente desinfectado, nunca se supo ni se sabrá.