2016/08/12

My own private Spotlight

Hay dos eventos del inicio de 2016 que trajeron a mi memoria un acontecimiento que nunca llegué a contarle a nadie en absoluto.

La aparición de la película Spotlight y la revelación de la existencia de la mal llamada comunidad del anillo. Mi primera asociación fue con la iglesia, por el gesto del "beso al anillo" papal, arzobispal, que tanto pacto, alianza, sumisión y complicidad sella y confirma al público. Ambas calificadas como escandalosas, lo que por más que intento no llego a entender, cuando estas "novedades" no lo son en lo más mínimo.

En lo biográfico, y buscando ejemplos conocidos de por qué nadie debe estar sorprendido, sino agradecido con la divulgación de esta información, la puesta en claro de que hay cosas que suceden con silente aprobación de la sociedad, al punto de insistir en censurar a quien se atreva a denunciar o tan solo muestre su intención de hacerlo, fue mi experiencia con el entonces rector del Colegio Mayor de San Bartolomé, de la Compañía de Jesús en Bogotá, Héctor López, en 1983.

Ya estaba decidido. Sin embargo, había que agotar todas las alternativas y, si bien estaba claro que tal salto en el tradicional conducto regular podía resultar contraproducente, nada podía empeorar a esas alturas: debía echar mano a todo el valor que un niño, en el proceso de dejar de serlo, incomprensible para él mismo, pudo reunir para solicitarle al jefe máximo del colegio que considerase revocar la expulsión.

No era una situación conocida: las hormonas estaban jugando sus peores bromas al siempre destacado estudiante, hijo y vecino ejemplar (odioso, para los demás y para sí), un niño medallas y diplomas.

Es que de repente, sin saber cómo ni de dónde, las mejores calificaciones se hicieron fugaces, la intachable conducta se veía manchada, no por un acto provocado, sino por el sentido solidario de callarse y no denunciar a los responsables, silencio que la autoridad disciplinaria castigó con una medida colectiva: es sabido que en las construcciones a las que se otorga una misión sagrada, hay sitios todavía más sagrados, por si no fuera suficiente. Uno de esos lugares es la biblioteca del colegio que, como era todo en este plantel, de proporciones y alcances enormes, tanto que sus volúmenes no son consultados solamente por los jóvenes alumnos, sino por investigadores y académicos.

Porque "Dios está en todas partes y castiga más duro en algunas que en otras".

Pues fue en ese florecer de la rebeldía púber que algunos estudiantes armaron un desorden fuera de lugar, desacato al reglamento. Cuando el coordinador de disciplina acudió al llamado de los encargados luego de fracasar estos en sus intentos por reimponer el orden, preguntó por los responsables, encontrándose con el silencio que cito y que, a pesar de amenazar con la medida finalmente tomada, no fue roto.

El revés académico y esta anecdótica baja de conducta me ponían en una situación desconocida e inconveniente por todos lados. No veía, por más que ajustara el foco, al mejor alumno de la primaria, del colegio, al acólito de la parroquia, al cantante del coro, al que tocaba el piano en las misas, al colaborador, al amigo de ancianos y animales. Solo veía la vergüenza que era, que esa misma educación católica me obligaba a creer que era.

Como hijo único de padres autoritarios, conservadores, que no aceptan errores desde ningún prisma, estaba solo en este lío.

En esa vulnerabilidad total, como yo, por lo expuesto, la veía, me hallaba solo, no tenía aliados a quienes acudir. Estaba decepcionando a mi familia, a mis profesores, al círculo de amistades con muy bajo margen de sobreponerse a sorpresas, al vecindario presto al juicio. Solo en el mundo.

Lo conozco, sé cómo es el sentimiento que aturde, que paraliza, que aplasta a la mujer violada, al menor abusado, a la empleada acosada, al que tiene algo para decir pero teme las consecuencias de hacerlo.

Acorralado por el miedo (mis papás me van a matar), intentaba sin embargo obtener un resultado mediante la súplica ante el semidiós, la cabeza del mejor y más antiguo colegio del país. No estaba familiarizado con más figuras que representaran tanto poder en ninguna otra faceta de mi vida. Así estaba, armado con mis argumentos, con mis promesas de repunte, amparadas por la conocida capacidad de hacer bien las cosas.

Después de una incierta espera que el frío que guarda la arquitectura antigua hizo más insufriblemente larga, pasé a la oficina del rector López. El tiempo que tomó exponer mi propuesta de recuperación y retorno al buen redil dio presto paso a una pregunta tan fuera del tema, que de inmediato encendió la alarma de la autoconservación.

"¿Tienes novia?"

“No señor” –le contesté, doblemente desconcertado, pues en esa época no se tuteaba ni en Bogotá ni en esa constelación directivo–alumno.

"¿Pero habrá alguna niña que te guste?"

“Sí, claro” –, respondí, cada vez más desconfiado.

"Tú sabes que yo soy psicólogo, ¿no? Vamos a hacer un experimento: vas a cerrar los ojos, a poner las manos sobre los muslos y me vas a contestar unas preguntas."

La decisión de seguir ahí, jugando bajo su poder, obedeció en parte a que no había recibido una respuesta a lo que me llevó a estar sentado en la rectoría del monstruo–colegio, y por otra parte, a esa imposición de obediencia y respeto a mayores y superiores. Si prestarme a su fantasía, que incluso un niño inocente, como era yo, ya tenía identificada, me ayudaba en ese punto muerto, y mientras me mantuviera a salvo, le serviría de conejillo de Indias: nunca mejor empleado el símil..

"¿Cómo se llama ella?"

“D.” me debió salir con auténtico enamoramiento, pues esa niña (no tan niña, un poco mayor que yo en años y en apariencia, como es usual en esa etapa en que el paso a ser mujer se acelera y sobrepasa al de convertirse en hombre, o parecerlo) realmente me encantaba por ese tiempo. Una lindísima vecina, dueña de una salvajísima cabellera pelirroja y con unos senos y unas caderas que se habían anticipado, sin freno, a las ocupaciones y preocupaciones de su edad.

Mi inventario de movidas de defensa y escape de esa oficina fue pasando por mi mente como un catálogo, en el que esas páginas se intercalaban con las opciones de ser falsamente acusado de incitar algo en dicho escenario, de pasar de víctima a victimario, de haber inventado un escándalo para desviar la atención del crimen que estaba cometiendo (ir perdiendo dos materias a mitad del año escolar y una baja en conducta fungiendo como tercera materia en esa fórmula que provocaba la salida del magnánimo instituto –uso este adjetivo para acentuar la diferencia de fuerzas entre el niño que yo era y la institución de renombre (el primer colegio de Colombia, fundado en 1604, con sede en plena Plaza de Bolívar, vecino del edificio del Congreso de la República y a pocos metros del Palacio presidencial, cuna de héroes y próceres de la independencia, presidentes, científicos, etc.). Un colegio al que pocos ingresan al pasar estrictas pruebas de admisión de altísima exigencia e intensidad de tiempo (dos sábados enteros consecutivos) y que tantas personalidades de la gloria nacional producía–), de los castigos a los que me exponía, en fin, de todas las formas como todo podía terminar, únicamente: mal.

Tan pendejo, la culpa es mía: ¿quién me dijo que esto iba a ser una solución?, era todo lo que pensaba. Y también: Esto ni contarlo, porque me va peor.

Él seguía: "¿Cómo es, físicamente, ya se desarrolló? Piensa en D. y mientras, abre y cierra las piernas, imagínatela, respira profundo, frótate los muslos... ¿Qué sientes? Sigue pensándola, su cuerpo, imagínate que la abrazas y la besas... No dejes de moverte, ¿sientes algo?"

Ahora que vengo a recordar todo, encuentro inclemente lo paradójico, absurdo y cruel del proceso que ocurría en mi cerebro al estar, de hecho, pensando en esa belleza y haciendo, a la vez, una inhibición consciente de lo que, naturalmente, debería sentir.

La calma y decencia con que mantuve la conversación mientras permanecí en esa sala, máxima expresión del poder, queriendo más bien hacer justicia y acabar de una vez con la oportunidad de que esto le pasara a más niños y jóvenes, es un claro ejemplo de lo que encarna la diplomacia.

Como manifiestan enfático y explícito en la película, corrí con suerte, logré salir ileso, con las herramientas disponibles entonces.

No hice más que el ejercicio de mantener la neutralidad y el autocontrol ante todos los intentos por despertar mi deseo, mi (apenas estrenándose, pero no menos fuerte) inteligencia sexual y mi más básico reflejo de excitarme. Definitivamente logré aburrir a este hombre, que al final me despidió con el lapidario "Son las reglas y no hay nada que hacer", salí derrotado (en cuanto la expulsión del colegio se mantuvo) y, solo hace poco vine a saberme triunfante, por haber borrado de mi memoria esa cita y lo ocurrido en ella.

Tanto que nunca, nunca había vuelto a pensar en eso en todos estos años.